Los linchamientos o el alma en orsai

    Los recientes linchamientos en nuestro país han sido motivo de una nueva (y miserable) ofensiva contra el gobierno de nuestra presidenta Cristina Fernández. Miserable porque la dignidad personal debería ser un non plus ultra de la argumentación.
    El principal crimen de Freud y Darwin fue asesinar al ideal humanista que tanto nos gusta y conviene. Revelar que tenemos el mismo origen que cualquier otro animal y que ese origen duerme en nuestro interior (Darwin) y que es capaz de despertarse por mecanismos que nosotros desconocemos (Freud) nos hunde en la pesadilla de lo común, lejos del maravilloso mundo que nos promete la moda o las hermosas ideas. Vestimos lo más elegantes que nuestro bolsillo nos permite, usamos los ademanes y las palabras adecuadas a cada momento, mantenemos una actitud displicente ante los conflictos que de la vida cotidiana, incluso algunos somos capaces de citar bellas poesías o, si más no, al menos un “amar es dar sin pedir nada a cambio”. Y hete aquí que de pronto nos encontramos pegándole patadas en la cabeza a alguien que no conocemos ayudados, eso sí, por un grupo de congéneres a quienes tampoco conocemos pero con quienes compartimos el estar en el lado bueno.
    Decir que la gente está tan harta de la inseguridad que se ve impelida a ese tipo de acciones es comprenderlas y justificarlas, aunque sus buenas conciencias no les permitan hacer esto último de forma explícita. Y por eso llamo a estos ataques “miserables” porque están usando en su favor unas circunstancias que dicen repudiar.
    Algunos comentaristas dicen, asombrados, “¿Cómo puede ser que gente que tomada individualmente son personas pacíficas puedan reaccionar de esa manera?”; yo diría no sólo pacíficas sino religiosas, padres o madres amorosos, buenos vecinos e incluso afectuosos como lo era Hitler con sus perros y con su secretaria, según cuenta ella misma. Y la única explicación que en su ignorancia y/o hipocresía se les ocurre apunta al gobierno.
    Pero en todos ellos (en todos nosotros para ser honestos) anida la “bestia” o la “medusa”, tan acertadamente descriptas en las Escrituras y en la mitología griega y tan poco entendidas en nuestra cultura. La base de ésta (de nuestra cultura) es el chivo expiatorio. Para no irnos demasiado lejos, Jesús muere para expiar nuestros pecados, de la misma manera que algunos soldados enemigos eran degollados en algunos episodios de la Ilíada para contentar a alguna víctima muerta injustamente.
    Señalar un chivo expiatorio tiene grandes ventajas: por un lado simplifica la complejidad de los acontecimientos (por ejemplo si alguien hubiera matado a Hitler no habría sucedido el nazismo) y hace entendible los sucesos a las mentes menos favorecidas; en segundo lugar elimina nuestra responsabilidad en el estado de las cosas, lo cual tranquiliza las conciencias; en tercer lugar nos sentimos cobijados por una multitud que nos hace partícipes de una lucha por el bien que nos enciende, acelera nuestro pulso, envuelve nuestra conciencia de manera que en ella no cabe nada más y, finalmente, exhaustos, intercambiamos justificaciones que ennoblecen nuestra conducta y nos entregamos al reposo del guerrero. Vamos, casi, casi como un orgasmo.
    El chivo expiatorio es un fenómeno de multitudes. No es lo mismo una persona que con razón o sin ella mata a alguien que agredió a un ser querido que una multitud pidiendo la cabeza de Jesús, o gritándole a una supuesta bruja a punto de arder en la hoguera o un grupo en la puerta de un juzgado insultando a un supuesto delincuente. No, no es lo mismo. En el primer caso al menos hay un ser humano.

Carlos Petilo

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